Te vi por primera vez una noche de invierno. Al contemplar tu rostro creí ver un ángel y, desde ese momento, comenzó mi propio infierno. Mi corazón se derritió entre las llamas de un amor tan fuerte, tan intenso...
Te convertiste en diana de mis ojos aquella noche y lo seguiste siendo cada día, cada noche, cuando tu imagen se dibujaba en mi mente y mi corazón se encogía al no saber cómo buscarte, ni dónde.
Tu mirada inquieta se posó varias veces en mi cuerpo que ya era tuyo. Respiré profundamente, y tu presencia se precipitó en una carrera vertiginosa a través de mis venas. Destruyó tu presencia con su carrera mi soledad, mi hastío, mis penas, y abracé, amada, de esta pasión su dulce condena. Me hubiera gustado renunciar a mi libertad para fundirme en la cárcel de tus brazos aquella noche, y no tener que soportar ahora, que ya eres yo mismo, tu ausencia y el dolor que me causa la impaciencia, la espera...
¿Dónde estás ahora que te busco? ¿Besa cada día mi recuerdo tu despertar? ¿Es la llama de mi amor la que ilumina tu sueño cuando ya las estrellas cortejan a la luna, y tu alma y la mía, al emprender el vuelo, se acercan tanto que ya no son dos, sino una?
Comencé a vivir cuando te vi por primera vez aquella noche; te hice el amor mientras me dejaba arrastrar por el dulce encanto de la fantasía aquella noche; me ahogué en la profundidad del azabache de tus ojos aquella noche; y nací entonces, a una vida, donde tú guiaste mis pasos inseguros y torpes, sin saber quién eras tú, sin saber, ni siquiera tu nombre.
Me asusta decir que te amo, porque también a ti, temo asustarte; porque no sé si algún día leerás estas palabras, porque no sé si algún día, bella desconocida, mecido por las alas del destino, lograré encontrarte.
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